29 jul 2014

La delicadeza de la araña contra la agresividad de la mariposa

Hace relativamente poco tiempo vi por primera vez, una experiencia que sin duda espero que se repita, una película de Elia Kazan. El film en cuestión era Splendor in the grass con Natalie Wood y Warren Beatty de protagonistas. 
   Me siento obligado a decir que quedé cautivado con la interpretación y la belleza de la joven Natalie, a la que solamente conocía de un par de películas que pienso volver a revisar en el menor tiempo posible. Pero lo que más me llamó la atención fue la fragilidad que transmitía en todo momento en pantalla. 
   Al terminar la película me leí del libreto que acompañaba el dvd, la biografía de Natalie Wood y me sorprendió descubrir a una joven totalmente diferente de lo que había visto en pantalla.

Según el texto escrito por el ilustre Gregorio Belinchón, Natalie no era para nada frágil ni inocente, sino más bien una muchacha ávida, despierta, lujuriosa...etc. Allí explicaba, entre otras cosas, que tuvo una voraz vida sexual porque no conseguía encontrar un hombre que pudiera satisfacerla por completo. 

   Ante tamaño descubrimiento, me puse manos al teclado y tecleé el texto que os disponéis, espero, a leer a continuación. Seguramente mi ingenuidad habrá echo de las suyas, pero esta vez no me importa, porque he decidido dejarme llevar y dar rienda suelta a todo aquella que quisiera salir. 

Aquel hombre la conservaba apartada como si fuera un pequeño pero valiosísimo souvenir que tuviera miedo de que fuera a romperse, dada su bella fragilidad. Lo más especial de ella era su pelo, una lamina de caballos resplandecientes por el color del sol, y sus labios rojos como la sangre, que además era lo que más le excitaba de ella.
   Desde niño le habían fascinado las mujeres que se pintaban los labios. Especialmente aquellas que todavía no estaban en edad de hacerlo, pero que aun así lo hacían.

Sentía que era su juguete particular, y por eso la retenía presa, atada y amordazada a su cama. 
   Pero ella no había gritado. Llevaba cautiva más de un mes y todavía no había gritado. Nunca había llorado ni gemido y cuando aquel hombre la miraba desde su obsceno asentamiento, ella parecía disfrutarlo. Era como si también ella lo necesitara. O al menos eso era lo que pensaba aquel hombre; que a ella le gustaba ese perverso juego de dudosa moralidad que más tarde o más temprano iba a acabar desembocando en la sexualidad más desquiciada.

Lo que aquel hombre sentía por aquella rareza de mujer rayaba la insana obsesión del coleccionista más enfermizo. 
   Le gustaba tocarla y sentir como se le erizaba la piel y su respiración se entrecortaba. De repente, y como por arte de magia, él se sentía duro; insensible al dolor. En ese momento aunque le hubieran clavado un puñal apenas lo había sentido. Estaba demasiado embriagado por el olor de aquella mujer. Cada vez que le ponía ese perfume tan especial, Imperial Majesty, era como si se emborrachara de pasión al olerlo. Era el preferido de aquel hombre y siempre guardaba un frasco para ponerle a aquella mujer y que oliera como a él tanto le gustaba.
   Ella adoraba ese gesto de él, porque ese perfume tenía fama de ser el más caro de todo el mundo, pero a él no parecía importarle gastarse una fortuna con tal de satisfacer su fetichista deseo.

También a ella le gustaba sentirlo duro.

El deseo que sentían en ocasiones el uno por el otro era incontrolable. Para aquel hombre era como convertirse en otra persona. Para aquella mujer era como romperse en mil pedazos para luego recomponerse bajo una forma distinta; siempre perdía alguna parte suya en cada transformación que desaparecía para siempre.

No obstante le gustaba. Y a él también.

Eran el uno para el otro; aunque aquel hombre fuera un caballero vestido de animal salvaje y aquella mujer una fiera sin domar que se ocultaba bajo su frágil apariencia.